El Delorean y el espejito mágico de Arturo Pérez-Reverte

Imagino que a estas alturas voy a quedar en ridículo al reconocer que he descubierto a Arturo Pérez-Reverte 10 años después de dejar la Universidad.

Porque cuando uno se va con veintitantos de la Facultad de Periodismo o Ciencias de la Información (para ser menos claro, conciso y concreto), debe leer cuatro periódicos al día, escribir titulares de un máximo de 12 palabras, saber lo que significan las cinco uves dobles, para qué sirve (servía) un tipómetro y que el balance de blancos no es un programa de la lavadora, entre otras cosas…

He descubierto a Arturo Pérez-Reverte 10 años después de dejar la Universidad

Pues eso, que a Pérez-Reverte, de oídas. Conocía al personaje público, me había asomado algún domingo (escondido detrás de la pantalla) a ver las que monta en el bar de Lola y que Alatriste era un tipo con sombrero, sable y malas pulgas (literalmente) que le había crecido en el escritorio. Porque cuando este hombre aún salía en los telediarios sin americana y con chaleco antibalas desde cualquier Territorio Comanche (gracias por el préstamo, María) yo solo me sentaba delante de la caja tonta para ver Oliver y Benji con un bocadillo de Nocilla.

Pero por estas cosas de las notificaciones y los retuits, poco a poco han ido cayendo en mis manos algunas de sus entregas semanales en el suplemento de ABC, XL Semanal. Casi todas protestas de alguien a quien no le gusta la mierda y lo dice, además de saber decirlo. Que por eso se ganó un Académico asiento. A través de estas píldoras vírales también fui descubriendo su portentoso talento para fotografiar con letras la Historia de cualquier siglo y país, como una instantánea que dedicó a la batalla de Las Navas de Tolosa que si me la hubieran contado así en su día aún recordaría, al menos, que fue en 1212.

Fui descubriendo su portentoso talento para fotografiar la Historia de cualquier siglo y país

Así que, en un ataque de un olvidado virus que me contagio mi hermano mayor, Jorge: leer sobre Historia y guerras (que casi siempre son lo mismo), me planté la otra noche delante de los 83 capítulos (por ahora) de «Una historia de España» y me los cené y recené. Así, sin anestesia y sin papel. De enlace en enlace. Fundiendo datos como si fueran gratis. Hasta acabar a una hora indigna de un día laboral de entre semana en el que apenas existen excusas que justifiquen tanta vigilia si no se está enfermo, borracho o acompañado. O todo a la vez.

Y ese viaje en el tiempo por el que me llevó el señor Arturo en su DeLorean me lleva ahora a sufrir el ataque de otro virus que, en este caso, me contagió mi hermana mayor, Mar, y con el que he conseguido ganarme el pan: escribir.

Y escribo ahora (también tarde) y sobre esto porque en ese paseo de cinco horas largas por 30 siglos de Historia encontré algo que nunca pensaba que estaría ahí. Porque además de descubrir hechos y personajes, airear nombres que apestaban a chuletas (escolares) y partirme el culo cada vez que Arturo dice «esos hijos de puta«, que lo hace mejor que nadie, como gran compositor, que debe saber utilizar todas las notas; el mejor poso que me ha dejado esta lectura está, justamente, entre sus líneas, donde no hay nada escrito, pero todo está dicho.

En ese paseo de cinco horas largas por 30 siglos de Historia encontré algo que nunca pensaba que estaría ahí

Porque una somanta de cuentos sobre lo que hemos hecho los españoles durante 3.000 años también te pone en tu sitio y te recuerda, como buen español que es uno, lo gilipollas que puedes llegar a ser a la hora de perder el tiempo, el talento y los recursos en tu vida. Un espejito mágico de lo más sincero y cabrón. Una lección, que bien aplicada en el cotidiano día a día, te puede ahorrar muchos problemas y, sobre todo, despejar muchas de esas dudas por las que, a veces, cuesta levantarse de la cama como si te hubieran clavado a ella.

Así que (también) como buen español, mañana se me habrá olvidado la moraleja y seguramente volveré a afrontar y resolver los problemas sudando tinta (literalmente) y a base de cojones, que es como más eficaces somos los nacidos en la piel de toro. Al menos ahora, y gracias a Don Arturo, no me sentiré mal por ello. O quizá sí, haciendo honor, ya que estamos, a nuestros tres impecables milenios de guerras civiles, pero dentro de uno mismo. Eso, patrio hasta el tuétano, de «la procesión va por dentro«.

Lo dicho, gracias maestro, y perdón por las horas y, de paso, por los años.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *