Me salto el estricto dogma de este humilde diario para reflexionar, pero una cosa son las buenas noticias y otra las opiniones, que, para ser buenas, no siempre deben ser positivas.
Hoy me levanté con una noticia que no había visto, pero hace días que decidí ampliar el confinamiento físico al intelectual y ya solo salgo a las redes a comprar likes o a tirar la basura mental, como es el caso.
El titular en cuestión, publicado en El Mundo, dice: “Turquía requisa los respiradores de España para sus propios enfermos y el Gobierno los da por perdidos”. Saqueos, como en la guerra, pienso. Digno de los piratas de la Ruta de la Seda por los que, en el siglo XV, los Reyes Católicos mandaron a Cristóbal Colón, a fondo perdido, a dar la vuelta por el otro lado. Y nos parecía cruel el rechazo de ayuda económica de Holanda y Alemania hace unos días. No hemos visto nada aún.
Y es que cuando hay necesidad, los derechos, las leyes o la propiedad se convierten en un papelito que te puedes meter por el culo cuando veas que ya está mojado.
Quien lo encuentra, se lo queda, como en el patio del colegio, vamos.
Llevo mucho tiempo sin asomarme a uno y desconozco si los niños del siglo XXI juegan con las mismas reglas que lo hicimos los del siglo XX. Pero mi experiencia siempre me ha hecho pensar que hay pocos lugares en el mundo que se parezcan más a una guerra que un patio de colegio. Ese paréntesis diario que, equivocadamente, se llama recreo.
Allí, en esa burbuja de anarquía de media hora que había entre clase y clase, llena de gritos y carreras incoherentes, los niños, aún lejos de los valores que los convertirán en adultos, se regían por nuestros verdaderos instintos como especie. Y cuánto más pequeños, más salvajes y menos humanos. Los más fuertes intimidaban, los débiles buscaban alianzas para refugiarse en el grupo y el que tenía la pelota ejercía su propia dictadura en el juego con todas las consecuencias.
Aunque escaladas por la inocencia de esos primeros años, allí las cosas tenían el mismo precio que tendrán en el mundo adulto y, para un niño, perder una canica era tan grave como para un hombre perder su casa. Antes era tuya y ya no lo es.
Por eso, en el patio del colegio, y no en las aulas, se forjan amistades eternas que resisten el paso del tiempo, la distancia o las diferentes formas de entender la vida que cada uno desarrolla después. Cuando ahora presumimos de nuestros ‘amigos del colegio’, estos suelen ser, normalmente, nuestros ‘amigos del patio del colegio’.
Porque allí aprendías a diferenciar quiénes podrían ser tus amigos, incluso aunque no fuesen a tu misma clase, y en quién no ibas a poder confiar, aunque se sentase a tu lado. Pobre de ti, si no lo hacías.
Como en la guerra, vamos.